I

El viejo vagabundo arribó al Albergue de los Pobres, emplazado en la falda de una polvorienta colina: a un par de kilómetros del pueblo, tirando por el camino del Puente Viejo. Era realmente feo: cojo, tuerto y jorobado; reseco y arrugado como una pasa.

En el Albergue, además del director y los empleados, vivíamos un grupo de ocho o diez niños huérfanos, de los cuales –en esa época– el mayor era yo; –contaría entonces alrededor de trece o catorce primaveras.

El Albergue ofrecía hospedaje gratuito a los vagabundos y mendigos: un jergón, una manta y un plato de comida. Sin embargo, era costumbre –una especie de tradición no escrita– que, como contrapartida, el hospedado nos contase a los chavales algún cuento o historia, antes de irnos a la cama. En la mayoría de los casos, lo que los viajeros nos contaban no eran cuentos, sino anécdotas, o descripciones de lugares visitados por ellos –descripciones realistas o fantásticas, según el talante de cada cual–. Muchos de estos vagabundos han viajado por medio mundo, y a menudo sus ojos han visto maravillas que cuesta imaginar si uno se atiene a su desharrapado aspecto. Estos relatos estimulaban nuestra pobre imaginación, ávida de todo aquello que quedara más allá de los estrechos horizontes de la comarca en que vivíamos.

De modo que, tras la cena, apilados alrededor de la chimenea encendida, le solicitamos al recién llegado que cumpliera con nosotros.

–¿Que os cuente un cuento? ¡Pero si no me sé ninguno! Los he olvidado todos…

Mientras hablaba, observé nuevamente la figura del viejo vagabundo, ciertamente poco agraciada: en el ojo tuerto llevaba un parche al estilo pirata, mientras que el otro se hundía en su cuenca como una alimaña en lo más profundo de su madriguera; su espalda estaba deformada por una joroba; su cara, repleta de costras, pliegues y arrugas, parecía la piel de una patata retorcida y pocha; sus manos, también arrugadísimas, eran nudosas como sarmientos castigados por el viento. Llevaba una vara de madera oscurecida por el uso a guisa de bastón.

–Bueno, espera un momento… –se quedó pensativo, como sopesando alguna duda interna–. Sí, en realidad sí me sé un cuento… Pero, no sé… –nos miró a todos, todavía indeciso–: Es un cuento con un final muy triste.

Nosotros, sentados en el suelo alrededor suyo y de la lumbre, le apremiamos a que nos lo contara –pues basta que dudes en contarle algo a un niño para acrecentar su interés por la materia; aparte de que la promesa de un final triste nos sonaba a una historia más propia “de mayores” que de niños.

Al fin carraspeó aclarándose la voz.

–Esta historia sucedió hace muchísimo tiempo, en una galaxia muy lejana. Había una vez una niña que vivía en una estrella…

–¡Ah, ¿Se puede vivir en una estrella?! –saltó uno de los peques.

–Es un cuento, tonto –le repliqué.

Pero el viejo me miró con cara de “no te pases de listo”.

–Buena pregunta. En realidad, la gente como nosotros, los seres terrestres, no puede vivir en las estrellas; nos quedan un poquito lejos. Pero esta niña no era como uno de nosotros. Era otra clase de ser, un habitante de las estrellas. Para entendernos, un habitante de las estrellas es parecido a lo que aquí llamamos un ángel. Viven en las estrellas, y se ocupan de que éstas proporcionen luz y calor a los mundos que giran a su alrededor.

–¿Como hace el Sol con la Tierra?

–Exactamente.

–¡Yo quiero vivir en una estrella! –dijo Jorge.

–Pues a mí el otro día me dijo la Seño que soy un ángel… –terció Rosita.

Todos los chavales comenzaron a hacer comentarios, y yo, en mi papel de “mayor” y responsable del grupo, me sentí obligado a reconducir la situación:

–Como no os calléis todos, se acabó el cuento y nos vamos inmediatamente a la cama, que a este paso no acabamos en toda la noche.

Esta vez, el viejo me echó una mirada levemente aprobatoria, y prosiguió su relato.

–Bueno, pues esta niña que vivía en una estrella se llamaba Clara. Era guapísima, y muy buena. Su estrella, conocida como la estrella Clara, alumbraba un pequeño mundo, llamado Teotolcan, en el cual vivía gente muy parecida a nosotros, tanto en su aspecto como en su forma de vida; sólo que no vivían como nosotros ahora, sino como… ¿habéis oído hablar de la Edad Media?

–Sí, en la Escuela.

–¡Claro! ¡Los caballeros andantes! –y a todos nos chispearon los ojos: el rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda, magos y dragones, las Cruzadas…

–Eso es, los caballeros andantes. Pues los teotolcanecos vivían como en la Edad Media. Pero en Teotolcan apenas había caballeros andantes ni guerreros, porque la gente que lo poblaba era pacífica; no se dedicaban a la lucha ni guerreaban entre ellos como hacen aquí, sino que cultivaban las tierras y hacían artesanías de diverso género. Ahora bien: Teotolcan era un mundo mágico: en sus tierras, la magia era tan común como el pan recién hecho por las mañanas; quién más, quién menos, cualquier habitante sabía realizar modestos conjuros e inofensivos hechizos que alegraban y embellecían la vida. Incluso, algunos habitantes eran reputados maestros de la magia. Por otra parte, los habitantes de Teotolcan no estaban aislados en su galaxia –como dicen que estamos nosotros aquí–, sino que a menudo recibían la visita de los habitantes de mundos vecinos. Estos extranjeros no viajaban en cohetes, sino en naves espaciales muy parecidas a los barcos antiguos, como las carabelas. ¿Sabéis cuando Colón descubrió América a bordo de tres carabelas? Bueno, pues las naves espaciales de estas gentes eran más o menos así, sólo que se desplazaban por el aire y los espacios estelares, propulsadas por los conjuros mágicos de sus intrépidos capitanes. Resultaba impresionante observar la llegada de alguna flota estelar: formaciones de carabelas envueltas en destellos multicolores, descendiendo lenta y majestuosamente desde las alturas celestes, hasta posarse suavemente en el Mar de Teotolcan.

Clara amaba Teotolcan y a sus moradores, y los cuidaba con sumo cariño y cuidado. Contemplaba sus vidas, y continuamente, al verlos, sonreía. Y, a cada sonrisa suya, desde su estrella emanaban rayitos de luz que iluminaban el paisaje, procuraban calor y hacían florecer las plantas. Se esforzaba en querer a todo el mundo por igual –tanto a las buenas personas como a las no tan buenas–, pero a fin de cuentas tenía sus preferencias; en concreto, sentía una predilección muy especial por un niño llamado Pipo.

Pipo era huérfano, como vosotros, pero había sido adoptado por un herrero, de nombre Elías, quien se lo encontró en el bosque cuando todavía era una criatura de escasos días. Fue un encuentro curioso: imaginaos, andar de excursión campestre y encontrarse a un bebé en lo alto de la Sierra, allá donde nace el río Canalón; justo donde se abrazan dos grandes montañas llamadas las Dos Hermanas. De no ser por las aguas de este río, que tienen propiedades mágicas protectoras, así como por la influencia benéfica de los rayos de la estrella Clara, sin duda Pipo habría muerto. Pero el caso es que sobrevivió, y fue encontrado por Elías, quien lo crió como si fuera su propio hijo, –pues siempre había deseado tener un hijo, pero su mujer había muerto muy joven, antes de encintar, y él jamás se había repuesto de su pérdida, renunciando, no ya a nuevo casamiento, sino incluso a trato carnal con cualquier otra mujer–. Elías, hombre de sencillo y bondadoso corazón, inculcó a Pipo nobles principios, le enseñó su oficio, y lo envió a la Escuela, donde aprendió a leer y escribir.

¿Sabéis lo que es un herrero? Es un tipo que trabaja el metal: lo calienta hasta fundirlo para poder darle forma y transformarlo en instrumentos útiles. Pues bien, Elías no era un herrero cualquiera, sino todo un maestro herrero, y además uno de los mejores. Pero Elías no hacía cualquier clase de instrumentos, sino un tipo muy especial: se dedicaba a la forja de espadas mágicas. No os he dicho que, aunque la gente de Teotolcan no era guerrera, destacaba precisamente en la forja de espadas mágicas. Si bien ellos no las usaban, acudían extranjeros de toda la galaxia para llevárselas. Concretamente, las espadas de Elías tenían un merecido renombre en todos aquellos mundos. Elías sólo forjaba espadas para caballeros honorables, de probada moralidad y conducta bondadosa. Forjar una espada podía llevarle decenas de años. Para que os hagáis una idea: estoy casi seguro de que la célebre espada del Rey Arturo, Excalibur, procede del taller del maestro Elías; eso sí, no me preguntéis cómo pudo llegar a este mundo.

La calidad de las espadas mágicas teotolcanecas tiene su explicación. En realidad, se debía a una singular combinación de factores. Por una parte, sólo en Teotolcan existía un extraño y maravilloso mineral, el irifénix: brillante como ninguno, increíblemente duro, y especialmente propicio para acoger sobre sí poderes mágicos. Por otra parte, este metal se fundía –y sólo podía fundirse así, no había otra manera– en la llamada Fragua de los Cristales. Esta fragua era un paraje natural, situado en el interior del cráter del volcán dormido Caracolio –así llamado por asemejarse su forma a la concha de una caracola–; en este cráter se había formado, de manera natural aunque inexplicable, una cúpula de cristales que al mismo tiempo formaban un gigantesco sistema de lupas; de tal manera que intensificaban y concentraban los rayos enviados por la estrella Clara en el centro del cráter. Estos rayos, a la hora del Mediodía, servían para fundir el irifénix. El proceso de fundición y forja se llevaba a cabo con experta destreza y suma delicadeza, y se desarrollaba bajo la acción de una serie de ritos y conjuros. Finalmente, terminada esta labor, se cumplía el ritual del bautizo de la espada, en las aguas del río Canalón. En este ritual –así como en los anteriores–, las propiedades mágicas invocadas se restringían exclusivamente al uso de la espada en servicio de nobles causas, –y en todo caso, siempre para la defensa, nunca para el ataque.

Pero me estoy desviando de la historia. Ya os he comentado el cariño especial que Clara sentía por Pipo. En realidad, dicho sentimiento era recíproco: Pipo, ya desde su mismo nacimiento, sentía una intensa y viva atracción por la estrella Clara, aunque no podía saber que en ella vivía una niña, pues los habitantes de las estrellas son invisibles para los habitantes de los mundos. Pipo contemplaba fascinado la estrella durante ratos interminables –a veces noches enteras–, se regocijaba admirando sus destellos, y le confiaba –a solas, en susurros– sus más bellos pensamientos –como si ambos compartieran una secreta y mágica intimidad–; y Clara le escuchaba enternecida.

Aunque el origen de este sentimiento es un misterio, con seguridad influyó la forma en que por primera vez entraron en contacto. Ocurrió de la siguiente manera.

Cuando Clara nació, le fue entregada su estrella, como ocurre con todos los habitantes de las estrellas: cada uno tiene la suya, creada expresamente para él en el momento en que nace, y vive en unidad con ella. Ya os he dicho que la tarea de los habitantes de las estrellas consiste en hacer que éstas procuren luz y calor a los mundos que giran a su alrededor. Para ello tienen que cumplir ciertas normas, y disponen de ciertas facultades. Son invisibles para los seres terrestres, y no deben interferir en sus asuntos. De hecho, su obligación es comportarse con imparcialidad, y conseguir que las estrellas luzcan por igual para todas las gentes y criaturas, sea cual sea su condición.

Una estrella refleja en todo momento el estado de ánimo de su habitante: si éste está enfadado, la estrella luce hostil, y sus rayos resultan agresivos; si se encuentra triste, la luz de la estrella bañará de melancolía los mundos circundantes; por el contrario, si está alegre los rayos emanarán cálidos y acogedores, embelleciendo los paisajes de los mundos y alegrando la vida de sus habitantes. Por esta razón, una de las normas más importantes de los habitantes de las estrellas estipula que deben mantenerse siempre sonrientes. En principio, Clara no tenía problema para cumplir esta norma, pues era de temperamento radiante y jovial.

Pero, recién nacida, Clara era aún demasiado joven para saber de normas. Con su estrella aún por estrenar, le asignaron el pequeño mundo llamado Teotolcan. Era de noche, y sus habitantes dormían, por lo que Clara, tímida e inexperta, apenas se atrevía a lucir, cuando, de pronto, oyó el llanto de un recién nacido. Salía de la masa oscura de las montañas. Alarmada, envió un titubeante rayito para explorar la procedencia del llanto… Y entonces descubrió a Pipo: un bebé desnudo y desamparado, que lloraba junto al manantial que luego, montaña abajo, va cogiendo brío y caudal hasta devenir en el río Canalón. Abandonado a su suerte en mitad de la noche, sin duda moriría de frío; y esto es lo que hubiera sucedido si Clara no hubiera sido, asimismo, una recién nacida que aún desconocía las normas a las que le vinculaba su estirpe. Así que se compadeció de Pipo, y lo calentó con sus rayitos, hasta que Pipo dejó de llorar… y sonrió. La primera sonrisa de su vida. Y Clara se llenó de gozo, como lo haría un niño solitario que se encontrase con un inesperado compañero de juegos. Al amanecer llegó Elías, y encontró a Pipo, y lo adoptó, como ya os he contado.

En Teotolcan fue pasando el tiempo, apaciblemente. Pipo fue convirtiéndose en un desgarbado mozalbete de aire soñador. Acudía a la Escuela, pero, aunque le encantaba leer y era espabilado, sólo destacaba en algunas artes y en la gimnasia, pues para el resto de las materias era tremendamente distraído. Simultáneamente, su padre le fue iniciando en su oficio. Pero no sólo esto. Ya desde muy pequeño, Pipo tuvo el honor de gozar de la compañía y los consejos de los más aguerridos y honorables caballeros andantes de la galaxia. La entrega de una espada mágica no era un mero trámite que se cumpliera en un momento; suponía la culminación de años de laborioso trabajo, y se llevaba a cabo mediante un proceso ceremonial que duraba meses. Durante ese tiempo, los caballeros se hospedaban en la residencia de Elías. Pipo absorbía literalmente sus relatos y enseñanzas. Así, Pipo fue instruido por los mejores maestros en las artes de la lucha; completaba su formación marcial practicando por su cuenta en los bosques y llanuras, sirviéndose de un palo de madera de roble que le dio Elías.

Por su parte, Clara, nuestra niña de la estrella, también había crecido. Aunque desde el principio tuvo un don natural para cumplir con su tarea, había progresado mucho en el perfeccionamiento de ésta. Enviaba sus rayos más calientes en invierno, para compensar la frialdad de la estación, y los entibiaba en verano para no acalorar demasiado a los seres terrestres; se retiraba a un oportuno segundo plano cuando llegaba el momento de que las lluvias alimentaran las plantaciones; disminuía su claridad por las noches a fin de permitir el sueño en Teotolcan; sonreía siempre, siempre –incluso cuando estaba cansada o preocupada–, para que su estrella luciera bonita y alegre. Y, lo más importante: había aprendido a tratar a todo el mundo por igual… incluso a Pipo. Pero no podía evitarlo: seguía sintiendo un cariño especial por él. Las ocurrencias del muchacho la encandilaban. Cuando Pipo, al aprender rima en la Escuela, empezó a dedicarle poemas a su estrella, ella se enternecía, pese a la cursilería y escasa gracia de los versos; y cuando Pipo dio clases de canto, y empezó a brindarle canciones acompañado del laúd, casi se moría de la risa: pues provocaba la furia de todas la nubes, y a punto estuvo más de una vez de provocar el diluvio universal. Sin embargo, aunque en su fuero interno se conmovía sobremanera, cuidábase mucho de no manifestarlo externamente, para que sus sentimientos no influyeran en el adecuado ejercicio de sus diversas tareas… Y seguía sonriendo –con, por así decirlo, encantadora carita de póquer.

–Ahora bien: a partir de cierto momento las cosas empezaron a cambiar, complicándose –el viejo hizo una pausa. Yo aproveché para mirar las brasas de la chimenea: por los leños consumidos, era capaz de calcular la hora con bastante precisión. Hacía rato que debíamos estar acostados–.

–Lo siento, abuelo, pero es hora de irse a la cama. Vamos, chavales –Los niños se resistieron, pues querían escuchar el final del cuento.

–¿Queda mucho? –le pregunté al vagabundo.

–Bastante.

–¿Y no puedes seguir mañana?

–Mañana debería proseguir mi camino… –el viejo dudó, contemplando las caritas expectantes de los críos; seguramente hacía mucho que nadie le pedía nada, y menos unos niños–. En fin, veremos qué se puede hacer.

Reconozco que esa noche me costó dormirme, pues yo también estaba intrigado con la historia de Clara y Pipo…

Al día siguiente, el viejo realizó un sinfín de tareas en el Albergue: cortó leña, aró la tierra, sacó agua del pozo… Mostraba una energía impropia de su aspecto y de su edad. De manera que los responsables estuvieron encantados de que hubiera decidido quedarse unos días más.