Dark Light

—La travesía hasta la frontera Sur duró cerca de un año —recomenzó el viejo vagabundo—, y puede decirse que la actividad de Pipo como caballero de la galaxia empezó ya en dicha travesía —aunque aún no estuviera ordenado—, pues vivieron incontables aventuras, y en varias ocasiones trataron de abordarlos hordas de piratas espaciales. Pipo destacó por su destreza con la espada —de hecho, la leyenda de Centella empezó a forjarse durante ese viaje—, así como por sus dotes naturales para el liderazgo en las situaciones extremas —el galeón en el que viajaba no era un barco de guerra, aunque contara con una nutrida guarnición militar—, unido todo ello a una asombrosa imaginación práctica —ideaba sobre la marcha astutos e imaginativos planes que les sirvieron para salvar el pellejo ante más de un peligro. Por ejemplo, en cierta ocasión en que se encontraban ante el inminente abordaje de unos corsarios, a Pipo se le ocurrió que toda la tripulación se tiznara la cara y las manos con motas de frambuesa roja, simulando que se hallaban aquejados de una epidemia de la temible viruela roja… de tal manera que los corsarios huyeron despavoridos.

Pero la aventura más memorable que vivieron durante la travesía sucedió cuando fueron cercados por tres naves guerreras de los salvajes yakis.

Los yakis eran los guerreros más bárbaros y sanguinarios de toda la galaxia conocida. Procedían de los planetas de las Estepas Heladas, más allá de la frontera Oeste de la galaxia civilizada, donde la nebulosa del Centauro. Se dedicaban a la rapiña y el vandalismo. Sólo sabían vivir guerreando, jamás pactaban con ninguna otra raza ni especie —lo que resultaba un enorme alivio para sus adversarios, pues su ferocidad no conocía límites—, y no respetaban nada ni a nadie: en sus bárbaras incursiones, lo asolaban y quemaban todo, violaban y mataban a las mujeres y los niños… a sus enemigos les cortaban el cuero cabelludo, confeccionándose con sus cabelleras los mantos con los que se cubrían (aunque, dicho sea de paso, para ellos la cabellera de un enemigo sólo tenía valor si se la cortaban cuando éste todavía estaba vivo). Coleccionaban las calaveras de sus víctimas, utilizándolas como recipientes en los que beber el hidromiel —fuerte bebida alcohólica con la que se emborrachaban al retorno de sus sangrientas carnicerías—. La estima de un guerrero yaki entre sus congéneres era proporcional a su colección de calaveras. No poseían ninguna clase de magia, pero asimismo —quizá precisamente por ello—, eran inmunes a toda suerte de hechizos y poderes mágicos. Ahora bien, tenían un par de puntos flacos: por una parte, su desmedida ambición corría paralela a su innata ferocidad; y, por otra parte, no eran demasiado inteligentes.

—Su arma preferida era el sable, que manejaban con suma destreza e inenarrable crueldad, aunque también eran consumados arqueros. Su aspecto feroz recordaba al de los vikingos terrícolas, con dos salvedades. Una, la menor, era que en lugar de largas melenas y barbas, llevaban el pelo rapado o crestas de vivos colores… La otra, la diferencia mayor, es que los yakis no eran del todo humanos: eran centauros. ¿Sabéis lo que es un centauro?

—Sí —respondí yo en tono experto, como si llevara toda la vida tratando con centauros—. Un centauro es un tipo mitad hombre y mitad caballo.

—Exactamente, amigo. De la cintura para arriba, los centauros son iguales que nosotros; pero, de la cintura para abajo, tienen cuerpo de caballo. A ver cómo os lo explico… Imaginaos que a un caballo le cortáis la cabeza…

Rosita se echó a llorar.

—No, por favor, al caballito lindo no… No le cortéis la cabeza…

—Es de mentira, burra —le aclaró Jorge.

—Bueno, bueno… —rectificó el viejo, compadecido—, no le cortamos la cabeza, pero se la escondemos… sólo un ratito… el tiempo justo para que comprendáis lo que es un centauro, ¿Vale?

Rosita aceptó con gesto mudo, mientras se enjugaba el llanto.

—De modo que ya tenemos al caballo sin cabeza y sin cuello…

Rosita abrió los ojos espeluznada.

—¿También el cuello?

—Tranquila, tranquila, es sólo por un momento… —el viejo alzó las manos en gesto implorante—. Te prometo que al caballo no le va a pasar nada. Bueno, pues ahora cogemos a un hombre y lo cortamos por la mitad…

El llanto de Rosita resonó por todo el albergue. Jorge le dijo algo al oído, y entonces Rosita enmudeció de nuevo; incluso un asomo de sonrisa apareció en su carita, mientras la última lágrima resbalaba por su mejilla… Me acerqué discretamente a Jorge.

—¿Qué le has dicho? —le pregunté en un susurro.

—Que pensara que el hombre al que le cortan en dos es el profe de Tracas… —me contestó al oído, haciendo pantalla con una mano para que no le oyeran los demás. Muy ingenioso.

Así son los niños: Rosita escuchaba sin inmutarse las andanzas de sanguinarios guerreros como los yakis, violadores de mujeres y niños… Pero cuando el viejo habló de cortarle la cabeza “al caballito” casi se muere de la pena… En fin.

—Bueno —concluyó el viejo—, pues ahora cogemos la mitad de arriba del hombre y la pegamos al cuerpo del caballo, justo donde antes estaba su cuello. Y eso es un centauro. ¿Os queda claro? —tras el asentimiento de los chavales el viejo prosiguió—. Pues los yakis eran centauros. Viajaban en naves espaciales que eran como gigantescos drakkars vikingos…

Antes de seguir con la aventura de los yakis debo hablaros de Cándulo. Desde el principio de la travesía, Pipo hizo muy buenas migas con el grumete que, subido al mástil principal del galeón, trabajaba de vigía: un perillán llamado Cándulo, de vista de lince, vivo ingenio y extraordinaria habilidad en el manejo de puñales y dagas. Pipo, para abreviar, lo llamaba Candi.

Pues bien, un día Candi avistó un drakkar yaki que se aproximaba por el frente, surcando el espacio directamente hacia ellos. Aún se hallaba a gran distancia. Trataron de maniobrar para evitarlo, pero Candi les advirtió que otros dos drakkars se acercaban desde diferentes direcciones, envolviéndolos en un triángulo fatídico que les cortaba toda retirada y se cerraba momento a momento. A Dios gracias, aún se hallaban los suficientemente lejos como para convocar una reunión de urgencia, a fin de tomar medidas. De manera que Pipo se reunió con los oficiales de la guarnición. Pronto quedó claro que por la vía de las armas no tenían ninguna posibilidad, dada la gran superioridad enemiga. Uno de los oficiales afirmó que, en vista de las circunstancias, y teniendo en cuenta la saña y crueldad extremas de los yakis, la única salida que les quedaba para evitar caer en sus manos era matarse, de la manera menos dolorosa y a la mayor brevedad posible. De esta manera, tendrían al menos una muerte digna y rápida. Y no era la primera vez —ni sería la última— que una tripulación entera se veía abocada a tan drástica decisión. Los restantes oficiales estuvieron de acuerdo. Entonces Pipo requirió la presencia de Candi.

—Veréis, esto es lo que se me ha ocurrido —arrancó Pipo—. Ya sabéis que a los yakis los pierde la codicia. Pues bien, podemos simular que viaja entre nosotros la única hija del gran maestre Amaniel.

—La adorable Griseida… —murmuró uno de los oficiales.

—Eso es, la adorable Griseida. Los yakis saben sin duda que Amaniel pagaría una fortuna con tal de rescatar a su preciosa hija…

—Pero, ¿cómo? —preguntó Candi, rascándose la punta de la nariz con el dedo índice, pues siempre hacía eso cuando algo no le cuadraba—. En el barco sólo hay dos mujeres —se refería a las esposas de dos viejos mercaderes—, y no son precisamente jóvenes…

—¿Para qué habré preguntado? —se quejó Candi malhumoradamente.

—¿Os ocurre algo, adorable Cándula… digo, Griseida? —bromeó Pipo conteniendo la risa. Los oficiales rieron la broma, y Candi enrojeció hasta las orejas, apuñalando a Pipo con la mirada. Candi era en verdad un muchacho agraciado; todavía barbilampiño, tras ser maquillado por las mujeres de los mercaderes y ataviado con un fino vestido —entre las mercaderías había hermosas prendas de vestir—, pasaba admirablemente por una linda damita.

El plan era el siguiente: Candi se haría pasar por Griseida, y Pipo por su vieja tía; a tal fin se había echado encima una capa negra con capucha que le cubría la cara, y, encogiéndose de hombros, se encorvaba como una vieja, apoyándose en su palo de roble como si fuera un bastón. Los oficiales, disfrazados también con vestidos femeninos y velos que cubrían sus caras, simularían ser las doncellas de Griseida. Los soldados se esconderían en la bodega del galeón, tras los toneles de vino, a la espera de su momento. Siguiendo indicaciones de Pipo, antes de esconderse echaron un brebaje narcótico en los toneles, pues los yakis eran sobradamente amigos de las borracheras. El resto de los pasajeros y la tripulación figurarían formar parte del séquito de la noble Griseida. La estrategia consistía en convencer a los yakis de que Amaniel, el padre de la fingida Griseida, pagaría un rescate considerablemente superior si, junto a ella, podía rescatar asimismo a todo su séquito.

Para entonces, las naves yaquis ya estaban muy próximas. Se acercaban precedidas por los horribles alaridos de los yakis y el furioso golpeteo —clopotoclop— de sus cascos equinos. Ya se les divisaba desde el galeón, dispuestos a lo largo de la borda de cada drakkar: con los sables en alto, los ojos ávidos de sangre, los cascos delanteros de sus cuerpos de caballo apoyados en la borda, impacientes por iniciar el abordaje. El séquito de Griseida, aparentemente desarmado y presa del pánico, los aguardaba en cubierta.

—Va a empezar la función —susurró Pipo—. Ánimo, valientes, y que el viento de la esperanza nos traiga la dicha —concluyó, ya imbuido en su papel de futuro caballero, con una de las máximas favoritas de la orden de la Esperanza.

A continuación Pipo comenzó a clamar a voz en grito, consiguiendo hacerse oír pese al griterío de los yakis. Gritaba como una vieja plañidera —siempre había sido muy hábil imitando voces.

—¡Matadnos! ¡Por los dioses, matadnos a todos! ¡Y hacedlo rápido! ¡Matad especialmente a mi señora, la adorable Griseida! ¡Pues si su señor padre, el honorable Amaniel, se entera de que la dulce Griseida ha caído en manos de los bárbaros, no dudará en entregar su señorío, con todas sus riquezas, para recuperarla! ¡Y no podemos consentir semejante desgracia! ¡Matad a la adorable Griseida! ¡Matadnos a todos, por los dioses!

Ya os he comentado que los yakis no eran muy inteligentes. Cuando Grol, el jefe de la expedición yaki, oyó mencionar la posibilidad de ganar un señorío —y no uno cualquiera, sino el rico señorío de Amaniel—, alzó la mano autoritariamente para imponer el silencio entre sus guerreros. Recapacitó unos segundos, y seguidamente vociferó:

—¡Abordad la nave, pero todavía no matéis a nadie!

Los yakis obedecieron, saltando ágil y ruidosamente desde sus drakkars sobre la cubierta del galeón; la cubierta tronó, retembló y por un momento pareció que iba a hundirse, pero finalmente aguantó la carga de los centauros de las Estepas.

Los viajeros del galeón se apiñaban a popa. Detrás, las supuestas doncellas rodeaban a la adorable Griseida, protegiéndola a la par que ocultándola. Junto al grupo, Pipo seguía suplicando a viva voz, como una vieja histérica, que les diesen muerte a todos.

Grol se abrió paso hasta ellos.

—¡Tú, espantajo, cierra la boca! —y le propinó a Pipo un tremendo puñetazo, derribándolo como a un muñeco de trapo. Seguidamente se encaró al coro de doncellas— ¡Y vosotras, hatajo de guarras, quitaos de enmedio!

Pipo tuvo que hacer uso de toda su templanza para contenerse. Las doncellas se apartaron, quedando Griseida a la vista de Grol. Un velo cubría su cara. Grol se lo arrancó de un manotazo.

Candi temblaba de pavor. Y, la verdad, en ese momento no fingía en absoluto.

—Vaya… así que esta monada va a hacerme rico.

—Muy rico —matizó Pipo con voz de vieja y tono de infinito pesar, al tiempo que se incorporaba del suelo, cuidando de no descubrir su rostro—. Es la única hija del noble Amaniel, y su padre la quiere con locura: daría lo que fuera por volver a verla con vida.

—Está bien… —admitió Grol—. Pero los demás no me sirven de nada. ¡Matadlos!

—¡Un momento! —imploró Pipo— Mi señor, podéis incrementar en gran medida el precio del rescate si conserváis al séquito de Griseida con vida. Estas doncellas, las doncellas personales de Griseida, son hijas de los más nobles caballeros de la galaxia… Y toda esta gente son nobles o artistas de primera categoría…

Grol se acarició el mentón con la mano, sopesando los argumentos de Pipo.

—De acuerdo… Pero tú sí que no me sirves de nada, vieja morralla —y alzó el sable para asestarle a Pipo un golpe definitivo… Entonces Griseida rompió su silencio. Candi habló con voz de falsete para no delatarse.

—¡No, por favor! ¡No matéis a mi tía! ¡A mi señor padre se le partiría el corazón si se enterase de que habéis matado a su querida hermana!

—¿La hermana de…? ¡Que me aspen! —Grol reflexionó durante unos instantes, valorando el alcance de la situación— ¡Condenación! Es evidente que no podemos cometer un saqueo sin matar a nadie: nos convertiríamos en el hazmerreír de nuestros congéneres… Además, debemos aumentar nuestra colección de calaveras… Pero el rescate… —En su ánimo pujaban con idéntico brío la ambición y la sed de sangre. Mientras dudaba se fijó detenidamente en Griseida— Bueno, más adelante decidiré a quién matamos. Por el momento, sólo tengo clara una cosa: el viejo Amaniel volverá a ver a su querida hijita con vida, siempre y cuando me dé lo que voy a pedirle, pero antes… ¡La probaré! —y, al afirmar esto último, los ojos de Grol brillaron con indisimulada lascivia. La mano de Pipo se crispó en torno a su palo de roble: ¡No habían contado con semejante contratiempo! La cara de Candi se contrajo en una mueca de horror y de asco— ¡Vamos! ¡Al camarote del capitán! ¡Encerrad a los demás!

Candi empezó a caminar delante de Grol con el mismo ánimo de un cordero que va derecho al matadero. A los demás los encerraron en los camarotes del pasaje.

—¡Que nadie me moleste! —rugió Grol cuando Candi hubo entrado en el camarote del capitán. Y entró tras él, prometiéndoselas felices.

Pipo estaba desesperado. Se sentía culpable. “Ahora descubrirá que Candi es un chico y se percatará del ardid. Y pensar que yo mismo lo he precipitado en los brazos de esa bestia…” De pronto palideció. “Estos salvajes no respetan nada ni a nadie… ¡Voto a bríos! Violan incluso a los niños… ¡Y tiene el cuerpo de un caballo!…”

—¿Y qué pasa porque tenga el cuerpo de un caballo? —objetó Rosita, ofendida porque alguien pudiera sugerir que tener el cuerpo de un caballo pudiera ser malo.

—¿No comprendes, tonta? ¡Lo va a matar a coces! —le informó Jorge.

—Tonto lo serás tú… ¡Retonto!

Yo sí comprendía, pues en más de una ocasión había visto a un caballo montar una yegua. Crucé una mirada de comprensión con el vagabundo, acompañada con un gesto de “¡Buf!”. Él reanudó su relato.

Entonces Pipo dijo a los oficiales:

—No podemos esperar más. Hay que sacar a Candi de las garras de ese canalla —y alzó el palo de roble, que empezó a refulgir emitiendo destellos…

Pero entonces oyeron a Candi, hablando con voz de falsete.

—Dice vuestro jefe Grol que traigáis a mi tía y mis doncellas para que me ayuden a vestirme.

El palo dejó de resplandecer, y Pipo se apoyó nuevamente en él como si fuera un bastón, retornando a su papel de vieja cascarrabias. Se abrió la puerta del camarote en que estaban encerrados. Un grupo de yakis los escoltó hasta el camarote del capitán. Uno de ellos alargó la mano hacia una de las doncellas con la intención de propasarse.

—Grol estará encantado de saber que sus hombres catan el botín antes de que lo haya hecho él —comentó ásperamente Pipo. El yaki retiró la mano como si le hubieran pegado un latigazo en ella.

Entraron en el camarote. Grol parecía dormir plácidamente sobre la cama del capitán. Candi estaba en la esquina opuesta, temblando.

—No llegó a tocarme —dijo, mostrándoles un puñal que siempre llevaba consigo: estaba manchado de sangre.

Al cabo de un rato, la cabecita de Griseida asomó por la puerta del camarote.

—Dice vuestro jefe Grol que hagáis llamar a los capitanes de las naves, pues quiere reunirse inmediatamente con ellos.

—¿Acaso no tiene boca para decírnoslo él? —replicó uno de los yakis con la mosca detrás de la oreja. Al momento se oyó en el interior del camarote el clopclop enfurecido de unos cascos.

—¡¿Cómo te atreves, gusano?! —el yaki dio un respingo.

—Perdona, Grol. Tus deseos son órdenes —y salió pitando en busca de los oficiales yakis. Dentro del camarote, Pipo y sus compañeros respiraron aliviados: Pipo había imitado la voz de Grol lo suficientemente bien, mientras los oficiales golpeaban el suelo con los cascos del fenecido Grol.

—Ah, por cierto —concluyó la adorable Griseida, antes de desaparecer tras la puerta del camarote —Grol me ha dicho también que podéis emborracharos. Pero —y apuntó con el dedo a los yakis presentes— que no se os ocurra tocarle un pelo a nadie de mi séquito.

Los capitanes, en efecto, fueron a reunirse con Grol; pues, nada más llegar y atravesar la puerta del camarote, se encontraron, como aquél, durmiendo el sueño eterno. El resto de los yakis se dedicó a beber del modo en que acostumbraban a hacerlo; es decir, sin ninguna medida. De manera que al cabo de un tiempo la mitad de ellos se había hundido en el más profundo de los sueños —gracias al narcótico puesto en el vino por los soldados—. Los restantes yakis, borrachos perdidos, apenas tuvieron tiempo de reaccionar cuando Pipo, los oficiales y los soldados entraron en acción.

Los pocos yakis que sobrevivieron regresaron a sus tierras con el rabo entre las piernas. Cuando Argh, el rey de los yakis, se enteró por ellos de lo ocurrido, los mandó desollar vivos: “Por ineptos o por cobardes, o por las dos cosas a la vez —razonó—. Ya que no pudieron vencer en combate, deberían haber perecido en él.” Además, juró vengar algún día la afrenta infligida por Pipo —pues Grol era sobrino carnal de Argh.

Y así acabó el abordaje de los yakis.

La travesía siguió su curso, hasta que un buen día Candi anunció:

—¡Abraláin a la vista! —y todos, tanto pasajeros como tripulantes, se asomaron a mirar: pues Abraláin era el planeta fronterizo en que residían Amaniel y los caballeros de la orden de la Esperanza. Al fin llegaban al término de su viaje.

—¡Aoooum! —bostezó el viejo— Y nosotros hemos llegado al término de nuestro cuento… —caritas alarmadas de los peques— …por hoy —respiros de alivio—. Mañana seguiremos.